Cannes 2024: crítica de «Kinds of Kindness», de Yorgos Lanthimos (Competencia)

Cannes 2024: crítica de «Kinds of Kindness», de Yorgos Lanthimos (Competencia)

por - cine, Críticas, Festivales
17 May, 2024 09:12 | comentarios

Tres historias separadas entre sí y relacionadas con el sexo, la muerte, la enfermedad, la comida y los animales. Con Emma Stone, Jesse Plemons, Willem Dafoe y Margaret Qualley.

El griego Yorgos Lanthimos es culpable de varios pecados cinematográficos –y también de algunos logros–, pero en lo que nunca había caído es en el tedio, en el aburrimiento. A lo largo de los tres episodios de KINDS OF KINDNESS, que empieza relativamente bien y va cayendo lenta pero inexorablemente en su propia pila de extravagancias, lo que uno va viendo es a un director al que se le acaban las ideas y que las va reemplazando por caprichos, uno más vulgar y absurdo que el otro, todo como en una carrera puesta para salvar a un proyecto que se desintegra ante nuestros ojos.

Su tríptico de historias de poco menos de una hora cada una bien podrían existir como episodios de una serie llamada «El laboratorio del Dr. Lanthimos» o algo por el estilo. Algo como BLACK MIRROR pero sin desarrollar demasiado el elemento de ciencia ficción. Quizás, para este tipo de historias que se le ocurren al griego y que no tienen la potencia o la complejidad narrativa para soportar salir al mundo como largometrajes, tal vez esa sea la mejor salida: conseguir que Netflix, Apple, Amazon Prime o quien sea le financie una serie de episodios distópicos a partir de sus ideas menos desarrolladas.

Acá lo que hace es contar con un elenco central que se repite en las tres historias pero en papeles bastante diferentes entre sí y con mayor o menor peso relativo. Los más presentes son Jesse Plemons y Emma Stone, pero también bastante relevantes son Willem Dafoe, Margaret Qualley y Hong Chau. En cada episodio aparecerán «invitados especiales» y se repetirán actores en roles menores, pero temática y conceptualmente serán distintos. Con muchos temas y obsesiones en común, pero diferentes en mecánicas y, especialmente, en resultados.

El primero es el más efectivo en términos convencionales. Allí, Plemons interpreta al empleado de una extraña compañía manejada por Willem Dafoe, quien le pide al hombre, básicamente, que haga todo lo que él quiere: él decide qué tiene que comer, qué leer, si tener o no hijos, cómo vestirse y así. Hasta que se produce una situación complicada: le pide algo que Plemons no está dispuesto a hacer. Y esa negativa derivará en que la vida del empleado entre en una espiral desesperante que se irá volviendo más y más enredada.

En la segunda historia Plemons y Stone son una pareja que se reencuentra cuando ella regresa tras pasar mucho tiempo en un lugar perdido del mundo, sobreviviendo en plan isla desierta, a tal punto que todos la daban por muerta. Ella regresa rara, distinta, y él cree que no es su mujer sino una impostora que tomó su lugar. Ella, para convencerlo de que es la misma, se muestra dispuesta a hacer lo que él le pida. Y así, mientras Plemons se vuelve más loco y paranoico, la historia va derrapando a lugares cada vez más absurdos.

La tercera es la más desquiciada, larga y menos efectiva. Allí Plemons y Stone son una pareja que pertenece a algún tipo de secta donde lo sexual es central y único. Ella está divorciada de un tipo que la persigue y, a la vez, está obsesionada por encontrar a mellizas que le salvaron la vida en un sueño. Este mix de cosas –los capos de la secta son Dafoe y Chau– irá derivando otra vez hacia un cúmulo de episodios bizarros, en los que ni siquiera se sostiene la propia lógica absurda de la propuesta inicial.

De los tres, el único «episodio» de una pieza es el primero: es el más organizado y si se quiere clásico, el que tiene un guión lleno de peculiaridades pero con una lógica interna bastante férrea. El segundo arranca con una inquietud clásica (¿la persona que volvió de la «muerte» es la misma o fue reemplazada por otra?), pero a falta de un cierre conectado a la propuesta original todo derrapa hasta lo imposible. La tercera es, digamos, un derrape de principio a fin. A tal punto es tan incongruente todo lo que pasa ahí que uno le admira el impulso «cualquierista» que propone Lanthimos de entrada. El problema es que no tiene mucha idea de qué hacer con eso luego de unos minutos.

Hay sí repeticiones, figuras y temas reiterados en los tres capítulos de KINDS OF KINDNESS. Uno de ellos tiene que ver con el tema que propone el título en sí: cómo la generosidad y la entrega (la «bondad», digamos) produce resultados contraproducentes, problemáticos. Y los otros están más ligados a figuras, personajes y escenarios que se reiteran: la enfermedad, el dolor físico, los médicos y los hospitales; la comida y la subida o bajada de peso (algo que conecta con la llamativa delgadez actual de Plemons); la relación con los animales; el sexo en todas sus formas y agrupaciones; los accidentes de todo tipo y, sobre todo, conceptos de poder en la pareja y en los grupos, las complejas dinámicas que derivan del ejercicio de la «bondad».

En el primer episodio Plemons pierde cuando deja de ser servicial a los intereses del patrón. En el segundo, a Stone le pasa lo mismo pero con su marido. Y en el tercero también le pasa a ella, con los líderes de la rara secta que pertenece. Da la impresión que el director de POBRES CRIATURAS, quizás cansado de que lo tilden de cruel, se propuso demostrar otra vez que el ejercicio de la bondad y de la generosidad tampoco genera resultados positivos. Que el mundo es un lugar regulado por caprichosos sistemas de poder y que no hay manera en la que no podamos equivocarnos ni caernos de ese lugar en el que pretendemos estar.

El problema de KIND OF KINDNESS no es, de todos modos, temático. En su regreso a los modos de sus primeras películas –antes de entrar en la lógica un tanto más convencional y clásica de las últimas–, el realizador griego peca de algo nuevo: agota, se repite, se le nota el esfuerzo por sacar algún truco de la galera cuando las ideas y los personajes no sostienen las tramas. Hay algo desesperado en la manera en la que –especialmente a partir de la segunda mitad del segundo episodio y en todo el tercero– parece un tipo tratando como sea de llamar la atención a un público que le va perdiendo la paciencia. Si hay que lastimar a un perro, revivir a un muerto, cortarse una parte del cuerpo o hasta ser violada para mantener la atención del espectador, el realizador está dispuesto a hacerlo. Pero no se lo ve como elección, sino como yeite, como rebusque. Como desesperación.